Ésta es mi Casa, tu Casa

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jueves, 15 de julio de 2010

EL REGALO


A la vuelta del crucero abrimos los paquetes. Apiladas contra la pared de la habitación reservada al primero de los hijos que esperábamos tener, las cajas de la lista de bodas, envueltas con primor en papel dorado, me hicieron recordar las mañanas de Reyes. Quise lanzarme a rasgar aquellos cofres del tesoro como un niño, pero Carla impuso como siempre sensatez. Fuimos cotejando caja a caja el listado que habíamos recibido y llevando cada una a su futura ubicación. Así me encontré sentado en la cocina ante una brigada de pequeños electrodomésticos alineada a mis pies. Cumplí las instrucciones: liberarlos de envoltorios, leer las instrucciones, comprobar que funcionaban bien, guardar los manuales de uso y apartar las garantías para llevarlas a sellar. Aproveché para estrenar la cafetera y preparé dos tazas. Una con leche para mí, un cortado para ella.

Escuché el insulto y me picó la curiosidad. No solía decir tacos. Sentada en el borde de la cama, Carla empuñaba una lámparita de bronce en cada mano y las miraba con ojos de espanto. Repetía ensimismada las mismas palabras: "se lo dije, mira que se lo dije..." Al verme, se arrancó.
- Se lo dije, Ernesto, se lo repetí varias veces. Pero claro, ella no ha entendido nada. Estilo japonés, papel de arroz, minimalista... ¡Nueva rica! Tenía que hacerse notar, como siempre, seguro que se limitó a elegir la más cara, ese es el único estilo que ella comprende. Con las monadas que había para escoger y nos larga este adefesio. Mira que espanto.

Me alargó una lámpara y se dejó caer en la cama. Un dragón chino se erguía fiero y orgulloso entre mis dedos y su boca exhalaba una pantalla de cristal a modo de cascada. Pensé en las tiendas de los chinos, pero pesaba lo suyo, y la sentía sólida y labrada con esmero. Estaba en el límite entre el objeto de anticuario y la horterada. Quise apaciguarla, aún no había descubierto que cuando Carla se llevaba las manos a la cabeza y se tiraba del pelo lo mejor era seguirle la corriente.

- Bueno mujer, tampoco es para tanto.

- ¿Qué no es para tanto? No me digas eso. ¿Es que no tienes ojos? Esto es una canallada. Esto no se le hace a una amiga. Y encima con recochineo. Anda, lee.- Y me alargó la tarjeta.

Con tinta dorada sobre negro, había una dedicatoria: "Para que alumbren vuestras noches de amor. Lorena y Marcos".

- ¿Lo entiendes? Pretende que las pongamos en el dormitorio. Solo de pensarlo me dan ganas de vomitar.

Entonces cometí un segundo error, coloqué la lámpara en la mesilla de noche para ver el efecto. Aunque se levantó como una leona para arrebatarla de aquel espacio, me dio tiempo a darle la razón. Aquella pieza desentonaba en el dormitorio estilo japonés que había comprado siguiendo paso a paso un reportaje de revista de decoración que me hizo aprender de memoria en los meses en que juntos preparamos el piso que sus padres nos compraron. Yo nunca comprendí del todo aquel afán orientalista, hubiera preferido algo más cálido que aquellas líneas austeras (ella correjía: "austeras no, depuradas"), pero su determinación y la labia de aquel vendedor ("decorador", matizaba) de la tienda de diseño vencieron sin apenas resistencia mis leves recelos. Acaté incluso la compra de aquel futón duro y pesado en vez del mullido colchón que mis huesos reclamaron al probarlo. Me convencí a mí mismo diciéndome que al final lo esencial en una casa eran las personas que allí trenzarían sus vidas juntas, dándole sentido a las paredes y a sus muebles. La dejé hacer desde entonces, opinando poco y asintiendo casi siempre, entendiendo que hacer un nido era territorio reservado y mi tarea al respecto la de promotor y no la de arquitecto. Ella era feliz y yo a su lado me sentía confortable.

Así fue durante los meses que precedieron a nuestra boda. Asumí que la novia mariposa que me sedujo con el aleteo de su carne tejía hilo a hilo el capullo donde se convertiría en mi esposa. Me acostumbré a su seda, a dejarle llevar la iniciativa, mientras yo la veía desplegar una febril actividad hasta entonces oculta en su dulzura cortés. Era minuciosa y estricta: para encontrar la alfombra adecuada hubimos de recorrer varias decenas de tiendas y acabamos encargando una a medida que nos costó un ojo de la cara. Su cara radiante y sus efusiones amorosas después de cada adquisición compensaban el esfuerzo.

Era gratificante dar caprichos a quien era mi capricho. Cuando se presentó en mi vida envuelta en su cuidada perfección, sentí como si mi propia mano la hubiera modelado a imagen y semejanza de mis sueños. Apenas me inquietó que despertara en mí más certidumbre que pasión. No sé si me explico. No quiero que se me malinterprete, pero el pensamiento que más me llenaba era el de que cumplía sobradamente los requisitos que cualquier hombre pondría en su íntima lista de mujer ideal y que yo era el elegido. Ella necesitaba un consorte para fundar su reino y me sentía un afortunado jugador al que le había tocado un póker de damas para apostar sin miedo en el tapete de la vida.

Por eso no quise dar importancia a aquel estallido de ira, cosas de reinas, me dije. El mal humor le duró solo un día, el tiempo necesario para ir de nuevo a la tienda y comprar unas sencillas y carísimas lámparas de papel con ideogramas pintados, colocarlas en el dormitorio y sepultar aquel regalo en una caja de cartón fuera de su vista.

Día a día erigió su reino en cada rincón de la casa, en una labor tenaz en la que se concentró aún mas cuando me reincorporé al trabajo al acabar el permiso. Nos habíamos conocido en la facultad, compartíamos título y le ofrecí incorporarse al bufete, pero no mostró el menor interés. La verdad es que yo ganaba dinero de sobra y ella disfrutaba elaborando un nido én el que cada rama debía estar en el lugar correcto. Al principio aquel orden meticuloso me sorprendió. Cada objeto tenía su lugar preciso y su uso exacto. Descubrí que le exasperaba que yo cambiase algo, aún sin darme cuenta, pero me fui adaptando, comprendí que lo mejor era actuar como un marido machista y no hacer nada en la casa, pese a que en el piso de estudiantes hacía de todo y me lo montaba bien. Ella era feliz y yo me quitaba problemas.

Solo chocamos y mucho con un detalle del salón. Fue la primera discusión y mi único plante. Habíamos comprado una mesa para poner junto al sofa. Ya en la tienda pensé que aquello tenía más de escultura que de mueble y que iba a resultar un poco incómoda para ver la tele. La tarde en que la trajeron, tras limpiarla y colocar en ella libros de arte con portadas a juego con la alfombra, se le iluminó la cara.

- Perfecta. Me encanta.
- Muy bonita, sí, vamos a estrenarla- le dije.

Luego metí la pata y nunca mejor dicho. Encendí la tele, me senté en el sofá y coloqué los pies cruzados encima de la mesa. Al principio no comprendí su gesto de horror. Como si los hubiera puesto en el altar mayor de la basílica de San Pedro en plena misa. Lo reconozco, soy perezoso, por eso, porque me conozco, reivindiqué mi sacrosanto derecho a estirar las piernas. Fue la primera noche que nos acostamos sin hablarnos Tras dos días de guerra fría, encontramos una solución de compromiso con la mediación pacificadora del dichoso decorador: tiramos de tarjeta y adquirimos un sillón de piel reclinable a juego con la mesa. Sería mi trono, mi pequeña parcela de poder en sus dominios.

Allí estaba, dormitando la siesta de un domingo, cuando sonó el teléfono. Me hice el loco, pues aparte de la casa, su otra pasión era quedar con gente para enseñársela, haciendo de guía experta de su obra de arte, y no había fin de semana desde que nos casamos que alguien no se pasara a hacernos una visita. Cuando cambió su marcado tono de voz cortés por un balbuceo, supe quien llamaba.
- Hola, Lore, que alegría, no nos vemos desde la boda. Ya sabes, ocupadísima con el jaleo de montar la casa. ¿Venís? ¿Ahora? No, no, sin problema, perfecto. Hasta ahora cari.

Acogí el cambio de tono al colgar con una sonrisa, me iba acostumbrando poco a poco a esa esquizofrenia entre la Carla pública y la íntima.

- Esta siempre tan oportuna, pues no me llama desde el coche... Esto se avisa con tiempo. No te quedes ahí parado. Recoge la casa mientras me arreglo. Con la jaqueca que tengo, a mí me da algo...

Recogí el periódico, pues era lo único arreglable que veía alrededor, tras echar una ojeada a la sección de deportes. Marcos solo tenías dos temas de charla: mujeres y fútbol. El primero era tabú en tales circunstancias, por lo que necesitaba un par de argumentos para rellenar un poco el tiempo de visita. Cuando sonó el videoportero, sonreí. El matrimonio perfecto vestido de domingo con su cajita de pastas de té. Sería divertido si no me lo tomaba en serio, comedias de sociedad, me dije.

Fui a avisar a Carla de que ya subían, pero me la tropecé balbuceando en el pasillo. Al principio no entendí lo que decía.

- Ernesto, las lámparas, las putas lámparas...
- ¿Qué lámparas?

- Tú eres tonto, su regalo... querrá verlas, seguro. ¿Y ahora qué hacemos? A mí me da algo.

Esa vez sí que creí que le daba... Jadeaba con los ojos moviéndose de lado a lado y se llevó la mano al corazón . Sonó el timbre. Sus ojos se pararon en los míos. Pude ver en su mirada el nacimiento de la treta.
- Corre, busca las lámparas y pega el cambiazo mientras yo les entretengo. Venga, venga, muévete, no te quedes ahí parado.

Aunque cerró la puerta del pasillo tras de sí, escuchaba los besos de bienvenida, los estás guapísima, los primeros halagos al salón de la casa, mientras trataba en vano de recordar donde coño había guardado las puñeteras lámparas. El tiempo pasaba. Carla era buena dando conversación, pero pronto extrañarían que yo no saliera a saludarles. En el baño, les diría que estaba en el baño, eso siempre funciona. Se me ilumino el bombillo. En el baño... ¡no!, en el lavadero, estaban en el armario del lavadero...

Creo que me comporté como un espía de película cómica: crucé el pasillo de puntillas, abrí la puerta de la cocina a cámara lenta, llegué al lavadero, localice la caja, la abrí como si fuera una reliquia, desandé el camino de nuevo de puntilllas y entré en el dormitorio. Casí me dio la risa al verme en el espejo, encorvado con dos dragones en las manos. Los coloqué en las mesillas. Ahora había que esconder las otras. Debajo de la cama. Un último vistazo antes de cerrar. Perfecto. Respirar un poco. Secarme el sudor. Sonrisa Profiden y cara de haber cagado a gusto.

Nada más entrar, Carla me taladró con una mezcla de temor y enfado. Temor a que no hubiese hecho su encargo y enfado por la demora. Mientras abrazaba a Marcos le guiñé un ojo y puse cara de niño travieso. Ella se relajó y creo que Marcos se sorprendió de la alegría con la que le seguí cogiendo del hombro. Mientras Carla oficiaba de sumo sacerdote en la cocina haciendo café con Lorena, nosotros tuvimos una apasionante conversación sobre el mercado de fichajes del verano. Tras el café y las pastas, muy ricas por cierto, comenzó la visita guiada del santuario. Como si no se fiara del todo, Carla dejó el dormitorio para el final. Se sucedieron los monísimo, los qué acierto y los divino por parte de Lorena, así como los estó os ha costado un huevo de Marcos. Carla desplegaba aquella liturgia con la misma eficiencia practicada en visitas anteriores, aunque me pareció advertir cierto regodeo altivo aquella tarde. Por fin entramos al dormitorio.

- Precioso- dijo Lorena-, me encanta el estilo japonés. Es... luminoso ¿no? Ah, y habéis puesto las lámparas que os regalamos. Le van genial.

Miré a Carla. Apenas un leve parpadeo dejaba traslucir a la leona agazapada. Me sorprendieron sus reflejos.

- Bueno, sí, ya sabes, los contrastes, se llevan mucho los contrastes

El bueno de Marcos aportó su chascarrillo a aquella pantomima.
- Contraste y con... trasto, anda que no pesaban ná las lamparitas. Bronce macizo, eh, y cristal soplado. Por cierto, ¿qué tal luz dan? A ver...

Un escalofrío de duda me recorrió la columna como un cohete de feria que de pronto me estalló en la mente. Entonces lo supe, pero ya no podía hacer nada. Marcos se acercó al cabecero y pulsó el interruptor.
Nuestra cama japonesa flotando en el nirvana, sobre una nube luminosa. Lorena tratando de entender aquel golpe de estilo. Marcos agachándose a mirar bajo la cama. Yo con los ojos electrocutados por los cables que colgaban como colas muertas de dragones ciegos. Carla, blanca como el papel de arroz de las lámparas que olvidé desconectar. Marcos sacando una del suelo y mostrándola a Lorena. Lorena, roja. Carla, roja, asesinándome con su mirada.

A mí me dio la risa, me dio la risa floja. Primero fue por nervios, me pasa a veces, pero luego era un torrente desbordado que me hacía sentirme bien, lúcido y libre en medio de aquel absurdo . Le cogí la lámpara a Marcos con una mano, con la otra un dragón y me senté en la cama a carcajada limpia. Marcos con cara de pingüino, Lorena con la boca abierta y Carla dándole algo. Cuanto más les miraba, más me daba la risa, tanto que se me saltaron las lágrimas. Lorena mirando su reloj y recordando no sé qué compromiso de repente, Marcos tardando en comprender la excusa y sonriéndome sin mucha convicción, Carla tartamudeando una disculpa atropellada.
Nunca me lo perdonó. No tanto lo de olvidarme del enchufe, si no lo de la risa y mi determinación a dejar de tomarme en serio esas cosas. Algo se quebró para siempre. Duramos poco más de un año. Yo tomé la iniciativa. Ella lo asumió como algo inevitable, decía que ya no era el mismo, y era cierto, volvía a ser yo, ni mejor ni peor, simplemente yo. Cuando nos separamos, se quedó con la casa. Solo pedí llevarme una cosa. Cuando se lo dije, se lo tomó mal, aunque no lo hacía para provocarla. Ahora los dragones escupen su luz a la entrada de mi estudio. No es para menos, aunque queda un poco hortera, pero, como diría Carla, la gente vulgar carecemos de estilo.

© Januman

jueves, 1 de julio de 2010

ESTOY AQUI

Hotel Room, Edward Hopper (1931)


Solamente una canción. Algo es algo. Suyo afectuosamente. Januman.

Estoy aquí por GASTELO

Dias extraños por The Doors