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lunes, 24 de diciembre de 2012

JOYAS DE MAR



 
JOYAS DE MAR

Una tarde de invierno caprichosa, de esas en que el cielo se equivoca de fecha y adjudica primavera a finales de diciembre. El agua helada mordía los tobillos, pero el sol lamía lo suficiente para entregarle la piel. El viento disfrutaba de un retiro en las cumbres de la sierra. Las olas eran apenas pespuntes de encaje. La playa vestía traje de ceremonia.

Una niña, lo bastante grande para no creer en Reyes Magos, pequeña todavía para renunciar a la ilusión, había preparado su solicitud minuciosamente, cuidando esos detalles que solo una soñadora sabe cuidar: tinta de colores, caligrafía primorosa, papel perfumado, en una linda botella de licor, de las que dejaba su padre por todos los lados, sellada con cera de velas de cumpleaños.

Desde la orilla contemplaba su mensaje en ese estuche de cristal. Palabras que abrían ventanas en una vida estrecha y mediocre que esperaba su fracaso. Lo elevó como una ofrenda. El sol la deslumbró, y dejó que volasen tras sus párpados las luciérnagas de sal que tanto le gustaban. Escuchó el ligero aplauso de las olas, abrió sus ojos con mirada de horizonte, echó atrás su brazo tanto como pudo, tensó su cuerpecito apretando los labios y lanzó con todas las fuerzas que su anhelo extrajo de cada una de sus células. Puso su vida en ello, pues su vida era un pasajero en busca de destino.

Vio caer su navío detrás de la rompiente, más allá de sus primeros miedos. Tras hundirse, resurgió brillante y orgulloso. Lo siguió con ojos de faro hasta fruncir las cejas conforme se alejaba. Parecía bailar mientras seguía el compás de la corriente. La corriente, paralela a la orilla. Las rocas, al final de la ensenada. Temió, gritó, cabalgó sobre la espuma, entró en el agua hasta que no hizo pie. Asistió absorta y desolada al desgarro cristalino de sus sueños. La botella se elevó como sortija en los dedos del mar, hasta partirse entre las rocas y romperle la esperanza desde el primer puñetazo.

Volvió corriendo a casa, tiritando lágrimas y llorando escalofríos.

El mar se hizo cargo del naufragio. Acunó los restos entre conchas y arena, con sus nanas de agua y esa mano antigua como el tiempo. Ola a ola, pulió los filos cortantes, las puntas hirientes, las formas angulosas, con vocación de orfebre, sabedor de que la esfera es el molde del mundo, de que carbón y diamante comparten materia y origen, que la constancia en el instante es el crisol que los distingue.

Una tarde de verano como tantas otras. Perfecta. En esa hora previa al atardecer en que los cuerpos, el agua y la arena, repletos de sol, dejan las migajas del banquete para el altar sangrante del crepúsculo. La orilla ungía sus tobillos con guirnaldas de burbujas.

Una mujer, lo bastante mayor para dudar de todo, todavía joven para aferrarse al cinismo. Recuerda la playa que jugó su infancia, aquella que dejó de ser el país de los castillos al romperse su botella. Sus pies, cansados de andar en pos de ausencias, agradecen el frescor de las olas amigas. Pasea sin prisa, aprendió a perderla de tanto correr. Un destello atrapa su mirada vagabunda. Parece una joya. Se agacha a cogerla. Lo es. Una cuenta de cristal algo irregular, como de collar antiguo. La mira a contraluz. El sol la ciega. Tras sus párpados regresan luciérnagas de sal. Sonríe. Hay más. Aquí y allá va encontrando nuevas cuentas, llenando su mano a rebosar. Se quita el pañuelo del pelo y vuelca su tesoro. Así, sobre la arena, semejan los huevos de algún animal mitológico. Ensartados con esmero serán collar que lucirá su cuello hasta hacerla sentirse diosa nacida de la espuma.

Lo guarda en su bolso. Se adentra hasta que no hace pie, seducida en la caricia de las olas. Se entrega buceando al frío abrazo, poseída por el mar hasta que emerge sorbiendo el aire a bocanadas. Descansa bajo el sol haciendo el muerto, como una amante satisfecha. Recuerda aquella botella flotando, como una botella flotando. No tiene miedo ya a hundirse. Ella es ahora el mensaje.
Januman
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