JOYAS DE MAR
Una tarde de
invierno caprichosa, de esas en que el cielo se equivoca de fecha y
adjudica primavera a finales de diciembre. El agua helada mordía los tobillos, pero el sol lamía lo suficiente para
entregarle la piel. El viento disfrutaba de un retiro en las cumbres
de la sierra. Las olas eran apenas pespuntes de encaje. La playa
vestía traje de ceremonia.
Una niña, lo
bastante grande para no creer en Reyes Magos, pequeña todavía para
renunciar a la ilusión, había preparado su solicitud
minuciosamente, cuidando esos detalles que solo una soñadora sabe
cuidar: tinta de colores, caligrafía primorosa, papel perfumado, en
una linda botella de licor, de las que dejaba su padre por todos los
lados, sellada con cera de velas de cumpleaños.
Desde la
orilla contemplaba su mensaje en ese estuche de cristal. Palabras
que abrían ventanas en una vida estrecha y mediocre que esperaba su
fracaso. Lo elevó como una ofrenda. El sol la deslumbró, y dejó
que volasen tras sus párpados las luciérnagas de sal que tanto le
gustaban. Escuchó el ligero aplauso de las olas, abrió sus ojos con
mirada de horizonte, echó atrás su brazo tanto como pudo, tensó su
cuerpecito apretando los labios y lanzó con todas las fuerzas que su
anhelo extrajo de cada una de sus células. Puso su vida en ello,
pues su vida era un pasajero en busca de destino.
Vio caer su
navío detrás de la rompiente, más allá de sus primeros miedos.
Tras hundirse, resurgió brillante y orgulloso. Lo siguió con ojos
de faro hasta fruncir las cejas conforme se alejaba. Parecía bailar
mientras seguía el compás de la corriente. La corriente, paralela a
la orilla. Las rocas, al final de la ensenada. Temió, gritó,
cabalgó sobre la espuma, entró en el agua hasta que no hizo pie.
Asistió absorta y desolada al desgarro cristalino de sus sueños. La
botella se elevó como sortija en los dedos del mar, hasta partirse
entre las rocas y romperle la esperanza desde el primer puñetazo.
Volvió
corriendo a casa, tiritando lágrimas y llorando escalofríos.
El mar se hizo
cargo del naufragio. Acunó los restos entre conchas y arena, con sus
nanas de agua y esa mano antigua como el tiempo. Ola a ola, pulió
los filos cortantes, las puntas hirientes, las formas angulosas, con
vocación de orfebre, sabedor de que la esfera es el molde del mundo,
de que carbón y diamante comparten materia y origen, que la
constancia en el instante es el crisol que los distingue.
Una tarde de
verano como tantas otras. Perfecta. En esa hora previa al atardecer
en que los cuerpos, el agua y la arena, repletos de sol, dejan las
migajas del banquete para el altar sangrante del crepúsculo. La
orilla ungía sus tobillos con guirnaldas de burbujas.
Una mujer, lo
bastante mayor para dudar de todo, todavía joven para aferrarse al
cinismo. Recuerda la playa que jugó su infancia, aquella que dejó
de ser el país de los castillos al romperse su botella. Sus pies,
cansados de andar en pos de ausencias, agradecen el frescor de las
olas amigas. Pasea sin prisa, aprendió a perderla de tanto correr.
Un destello atrapa su mirada vagabunda. Parece una joya. Se agacha a
cogerla. Lo es. Una cuenta de cristal algo irregular, como de collar
antiguo. La mira a contraluz. El sol la ciega. Tras sus párpados
regresan luciérnagas de sal. Sonríe. Hay más. Aquí y allá va
encontrando nuevas cuentas, llenando su mano a rebosar. Se quita el
pañuelo del pelo y vuelca su tesoro. Así, sobre la arena, semejan
los huevos de algún animal mitológico. Ensartados con esmero serán
collar que lucirá su cuello hasta hacerla sentirse diosa nacida de
la espuma.
Lo guarda en
su bolso. Se adentra hasta que no hace pie, seducida en la caricia de
las olas. Se entrega buceando al frío abrazo, poseída por el mar
hasta que emerge sorbiendo el aire a bocanadas. Descansa bajo el sol
haciendo el muerto, como una amante satisfecha. Recuerda aquella
botella flotando, como una
botella flotando. No tiene miedo ya a hundirse. Ella es ahora el
mensaje.
Januman
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