Ésta es mi Casa, tu Casa

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viernes, 15 de febrero de 2013

UN RELATO POR ENTREGAS

 
El vigía de las nubes
La ciudad se entrega con rubor al beso de la sombra y comienza a desnudarse del calor, como una ramera que guarda un velo de aldeana virgen en su más oculto aljibe. Una jauría de clientes viene cada noche a poseerla, cuando su piel morena se blanquea con la luna, y del pubis vegetal del río Mouluya brota un perfume de vientre ajado. A mí me toca entonces custodiar su dote, pero antes subo al viejo minarete a despedirme agradecido de mi perro, el que vigila por mí durante el día y les mantiene a raya, escondidos en la umbría que guarda cada piedra. Cárcel de roca y látigo de luz para los que no tienen nombre, agazapados allí como alacranes y víboras, afilando, con el viento que les sirve, sus colmillos y aguijones de tiniebla.
En cambio los extraños huyen del crepúsculo. Los veo partir llenos de ruido, tal y como llegan, protegidos del silencio en el estruendo de sus coches, resoplando su prisa en una fugaz nube de polvo rumbo al puente, como una culebra que se muda de aire hasta quedarse todo quieto. A veces, como hoy, el polvo danza en el viento con su falda de jirones y me estremece en el recuerdo de otro baile, cuando la noche aún era nuestra.
Mi madre también solía suspirar por la muerte del sol, pero ella aliviaba su luto con el fin de la faena. El ocaso era la sirena muda de la aldea, lo único capaz de parar su tesón de hormiga pobre en aquel sarpullido de vida que brotaba en una de las muchas arrugas del rostro del Atlas. Por encima quedaban las cejas de los últimos cerros, antes de su frente coronada por cabellos de frío hueso, y las casas parecían pequeñas verrugas hechas con escamas de piel, laja tras laja de la misma piedra que tapizaba todo, apenas salpicada por la barba rala que pastaban nuestras cabras.  



Las manos de mi madre, igual de resecas, pero oliendo a queso fresco, me peinaron con ternura aquella noche mientras me cantaba mi cuento preferido: el de la bella Kahina, la reina morena, sacerdotisa y guerrera, que unió a las tribus del Magreb para resistir la plaga verde que llegaba por el sol naciente bajo el signo de la luna, hasta morir decapitada en la batalla de Tabarqa. El boqueo de su cuello me robaba el aliento desde aquel rostro segado, enterrado sin lápida para arrebatar su alma a los sin nombre. Entonces abría mis ojos en los suyos y me llenaba de su dulce poder. Luego bajaba a la aldea de la mano de una reina disfrazada que jugaba con su hijo a esconderse en la miseria. Tenía siete años y mi madre era la mujer más hermosa de aquel valle, pero ella era sierva de otras y yo el bufón de sus hijos
Conocerse distinto es descubrir el dolor. No parte de uno mismo, son los demás los que al buscar su puesto en el rebaño ven en ti aquello a lo que deben renunciar. Sus temores azuzan sus dedos para señalar tu diferencia. Me llamaban alelado, majadero, el que siempre está soñando. 
Es la falta del padre y un espíritu flojo, dijo el único médico que pasó por nuestra aldea, pero las comadres murmuraban al verme y tocaban su amuleto recordando como, al poco de nacer, mi pelo negro se cayó para brotarme del color de los dátiles maduros, mi carne sonrosada se crió en los pechos de una madre morena a quién mi padre repudió, y como abrió sus fauces la sequía que agostaba nuestros campos. -Hijo del djoun- me gritaban los chiquillos, afilando de odio su miedo aprendido. Ella escuchó compasiva mis preguntas, se arrodilló, me cogió por los hombros, me mostró la mano de Fátima en mi cuello con una turquesa, me habló del cordero que fue sacrificado, y me juró, por la sangre de su parto, que ella era mi madre, con ojos de húmeda certeza. Su ira recorrió esa tarde casa por casa de la aldea, pero sólo consiguió cambiar los murmullos por un silencio de miradas turbias, los chillidos por espaldas en los juegos y algunas peleas que pude ocultarle gracias a mi hermano Ahmed, diez años mayor, fuerte y hermoso, príncipe de las cabras cuya honda silbaba en mi socorro.
Llegué a acostumbrarme y a creerme feliz. Hoy sé que aprendí a ser piedra, una más en aquella aldea de guijarros, ahora que el tiempo me ha ido cuarteando el alma, y el rocío del ayer se hiela rompiéndome en lascas pulidas por el viento; ese que me llevará vuelto arena hasta el Erg Chebi para acunarme allí en su regazo de dunas, y ahora me acaricia con el eco de la tarde en que bajaba junto a ella, tierno y fresco como la hierba en primavera, al canto del Ahidous tras la cosecha. Aquel corro alterno de hombres y mujeres cantando los poemas que nadie escribió, pero que todos sabían, hombro con hombro unidos para formar un solo ojo con pestañas de brazos, parpadeando su mirada de fuego a las estrellas bajo el ritmo de las palmas y el bendir.    

Mi madre, como una diosa araña, parecía hilar con sus manos lana invisible y tejer con los demás una jaima de colores, un pecho agitado para que el corazón de la tierra latiera en armonía con mi sangre. Floté engullido por el remolino de los cuerpos, lejos de una piel erizada de asombro, bañándome desnudo en la luz de esa pupila, no siendo nadie para así ser todos. 
La fiesta siguió, yo volví a casa dormido en la espalda de mi hermano. Al día siguiente busqué en vano aquella paz. Sólo conseguí husmear un leve rastro, que se fue desvaneciendo en mi memoria hasta perderse en la costumbre.
El sol me deja otra vez desamparado y la nube es polvo para la tenaz mortaja que va cubriendo esta ciudad con su nevada de olvido. Sólo los zapatos y las ruedas de los extraños escriben en esa pizarra de tiza roja garabatos de vida. Mis alpargatas no dejan casi marca, quizás porque hace tiempo que ando con la carne hueca, aunque no me extrañaría que los sin nombre borraran mis huellas por la noche como borraron aquel invierno la vida de mi madre. Poco a poco le chuparon el aliento en cada tos para secarla como un higo y destetarme del calor de su presencia. Yo que besaba ingenuo su frente para sorberle la fiebre, hasta que una noche me bebí un frío silencio, que aún me escarcha la nuca.
 Cuando las plañideras tomaron la casa, me senté aterido junto al fuego a la espera de mi hermano, buscando en el rescoldo la falda de la reina ausente. Ahmed había cambiado el cayado por el pico, y el pezón de las colinas por el vientre oscuro de las minas de plomo, buscando la semilla del dinero. No rompí a llorar hasta sentir sus manos callosas levantarme en vilo y al aferrarme luego a aquel torso de roca que venía de nuevo en mi rescate para llevarme con él. Partimos hacia Aouli.
 Era la primera vez que perdía de vista nuestra aldea, pero el dolor fue más fuerte que la curiosidad y sólo recuerdo del viaje su espalda en la mejilla y el ruido de su moto escupiendo el humo de mi adiós a la inocencia. Llegamos de noche a una casa llena del rumor de unos cuerpos dormidos y hermanados en sudor. Cuando desperté estaba solo en medio de una alfombra de colchones. Llamé a Ahmed, y apareció un gordo patizambo con cara de luna para embobarme con su lengua en un columpio de palabras que iban y venían, desde la explicación de la ausencia de mi hermano y los trabajos de la mina, a una estampida de preguntas sobre mí o todo lo que yo debería saber de la ciudad. Al poco dejé de intentar comprender para abandonarme al mimo de su voz, mientras Baba bailoteaba en la cocina de un barracón aferrado a la ladera, y yo miraba los otros tejados de chapa que bajaban en terrazas hasta las casas grandes, junto a unos extraños monstruos llenos de cables y palas que parecían zarpas para arañar la roca. Cuando puso en mis manos un plato de aceitunas y queso, me senté sin pensarlo en sus rodillas. No era una reina, pero su sonrisa y su calor me olían a trono.
 

Los demás trabajaban a destajo y llegaban rotos por la tarde. Entonces Baba hacía para ellos de atenta esposa, pero con la complicidad ruda de los hombres, recibiéndoles con fuertes palmadas en la espalda, haciéndoles bromas y diciendo groserías que aprendí a disimular que no entendía. Los mineros comían agotados en silencio. Así, con el rostro empolvado, parecían difuntos devorando las ofrendas de ese orondo derviche. Mientras, él trataba de espantarles el agobio con el jolgorio de su voz y el cuscús y el tajine más sabrosos que jamás había probado. Después salíamos afuera para ver al crepúsculo teñir el cielo del color de las colinas. Ellos fumaban kif hablando poco a poco, primero de las cosas de la mina, para luego, ya de noche, acabar contando siempre la misma leyenda.

Fue entonces cuando comencé a oír hablar de los extraños y de sus tierras al otro lado del mar, donde el agua brota en cada casa y hay tanta comida que hasta los perros tienen plato propio. Allí ganas en un día lo que aquí en un año y puedes ir de un lado para otro con tu coche sin pedir permiso a nadie, o sentarte tranquilo en tu casa por la tarde a ver la tele, tras comprarte antes lo que en ella ves. Me encantaba escuchar aquella mágica historia cuyo fin siempre era el mismo: una bandada de ojos perdidos volando hacia el norte y Baba mandándome a la cama.

Ahora yo también miro la estrella Polar mientras vuelvo hacia la casa, después de que un último ladrido de luz roja haya apagado este cielo sin pájaros, y cuando alimañas hambrientas aúllan a la luna por un pastor sin rebaño que vigila rediles vacíos. 
Nunca llegué a trabajar en la mina. Ahmed dijo que no me dejaría hasta los quince, así que me convertí en el ayudante de Baba y tuve tiempo de beberme la voz de aquel odre repleto. Por la mañana me ocupaba de limpiar mientras él bajaba a comprar al economato de la mina, luego me enseñaba los hechizos del fogón aderezados con historias de su vida y respondía a mis preguntas con otras historias, que yo después rumiaba mientras iba a la fuente a por agua, para volver cargado con ella y con más dudas con las que ayudar a mi sabio panzudo a poner la mesa. Hasta aquella tarde en que los hombres no llegaban y me ordenó quedarme en casa, saliendo con el ceño fruncido hacia la mina. Ya de noche volvieron todos. Ellos hablando muy excitados, Baba callando por primera vez. Tiempo después supe que aquel Mercedes negro que llegó por la mañana había atropellado a doscientos mineros, los más viejos, porque el plomo valía menos en un lejano bazar llamado Bolsa.
 
  Poco a poco empezó a sobrar espacio en nuestra casa y cada día llegaban menos camiones para recoger el mineral. Cuando Ahmed me cogió por los hombros, ya sabía que nos íbamos también. Hicimos en silencio un hatillo grande con las cosas, me despedí de Baba tragándome las lágrimas, porque ya era un hombre y por fin iba a trabajar en una mina. Él me lo decía con una sonrisa negada por sus ojos, que siempre habría algún hueco para un buen cocinero, que adónde iba a ir él con esa pierna y otras pamplinas que ya no recuerdo, aunque sí la promesa de prepararme su tajine de cordero con ciruelas cuando viniera a visitarle. 
Ahora por la noche ya ni cocino. Lo más duro es comer solo. Las sobras del día, un poco de queso reseco endulzado con miel… Algo ligero antes de que lleguen los sin nombre con hambre de memoria. En cambio no sentí dejar Aouli, aquella ciudad adonde los hombres acudían como abejas al olor dulce del dinero, para dejarse la vida en sus panales de piedra, mientras otros se llevaban la miel, dándoles a cambio la zurrapa. Sin embargo, cuando Ahmed paró la moto en una tierra desollada con pústulas de plástico, no encontré nada mejor. Khalid, uno de los primeros en dejar el barracón, nos esperaba en una de ellas, apenas un tenderete que hacía de casa. 

Después de mostrarnos con orgullo su porción de pedregal, nos ofreció un té con aroma de esperanza. Hablaba de una piedra valiosa para los extraños con un nombre enrevesado: vanadinita. Sacó una caja de madera para mostrarnos su cosecha y puso en mi mano un trozo de roca herida cubierto de sangre coagulada. La esperanza era belleza nacida del dolor. 

Buscamos esa sangre con ahínco de sol a sol, entre otros motivos, porque nada había que hacer durante el día salvo cocerse bajo el toldo con el sudor calizo de una costra yerma. Aprendimos a roer como gusanos la piel de aquel cadáver de piedra con pico y barrena, mazo y cincel, muchas veces con las manos, a leer en sus cambios de color y de dureza la barita que lo gangrenaba, a horadar pozos y zanjas siguiendo ese filón en pos del quiste donde el parto de la tierra había fraguado cuajarones, burbujas de ese fuego que, según Baba, borbotea y ruge en su vientre. También le dijo el Ingeniero que hace mucho tiempo aquí había un mar, del cual solo quedaban aquellos curiosos caracoles de piedra que encontrabámos a veces. 

Cuando el sol caía y las estrellas parecían cristales de cuarzo incrustados en carbón, un tibio recuerdo de aldea, danza y madre me pellizcaba el pecho, pero en la cabeza bostezaba aquel niño volviéndose fósil en cuna de piedra, mientras mi piel suspiraba con sed de mar. Ese mar que nunca he visto, el que nos separa del lugar de donde vienen los extraños, el que me llama en mis sueños con su tumba de agua, del que me escabullo cada noche chapoteando en la nostalgia.
También encontrábamos huevos de piedra. Recuerdo con certeza la primera vez. Khalid lo llamó geoda. Con paciencia la fuimos separando de la ganga para llevarla al campamento. Por fuera parecía otra piedra más de tantas, pero él la observó durante un rato hasta descubrir su cerradura, apoyó el cincel en un punto que, para mí, en nada era diferente del resto de aquella corteza sin valor y, al golpearlo con el mazo, se partió en dos como una granada para entregarnos la joya de sus granos. Pasé el resto del día volviendo a unir ese fruto en el encaje perfecto que lo hacía de nuevo vulgar, para abrirlo una y otra vez entre mis manos jugoso de reflejos. Miré sus cristales bajo el sol, bajo la lámpara de gas y, tal debía de ser mi devoción, que Khalid me la entregó diciéndome al oído: -Guárdala para ti, será tu cofre del tesoro-.

Como los piratas amigos de la bella Kahina, saqueamos toda riqueza que se puso a nuestro alcance y así, cuando llegó la segunda primavera, en torno nuestro había montones de escombros y en las alforjas un botín de sangre para llevar a Midelt. Era el momento adecuado, cuando los extraños volvían y las tiendas bostezaban hambrientas de nueva mies. Midelt era más grande que Aouli, pero apenas diferente. Recuerdo una calle llena de grandes letreros a los dos lados de la carretera. Khalid y mi hermano empezaron a peregrinar bajo cada uno de ellos para mostrar la mercancía y buscar el mejor precio. A mí me dieron dinero para comprarme un bollo dulce, que me fui a comer goloso paseando por el zoco. Era día de feria, había bajado la gente de las aldeas cercanas, y tratantes, acróbatas, trileros y vendedores de todo formaban un ruidoso coro de ranas llamando a las moscas. Buscando una sombra le vi.

Lo recuerdo ahora como un estambre cargado de polen en medio de una flor marchita, pero la verdad es que pensé en otro charlatán con el que distraerme un rato bajo el único árbol de la plaza. Me senté para escucharle junto a un viejo ciego, que me recordaba en su vaivén a la serpiente que acababa de observar siguiendo dócil a una flauta. Justo cuando me puse a escuchar, el parloteo terminó y descubrí con asombro que los aplausos abrían los ojos del anciano. Allí no había dos nubes, sino dos charcos de luz entre párpados resecos que enjugó con disimulo. El milagro no era tal, o quizás sí, el poder de una lengua que sometía a la mirada llevándola a abrevar muy dentro de uno mismo. Tenía que escuchar ese extraño sortilegio, pero aquel vate canijo agradeció parsimonioso los aplausos, bebió agua y trató de vendernos unos libros sin magia alguna. Entonces, resignado, tomó uno, buscó dentro de él y empezó a leer unos versos, mis primeros versos.

Fue como al revés de despertar de un sueño. Primero recordé las canciones de mi madre, pero aquellas palabras tenían música propia y no necesitaban ser cantadas: ellas cantaban dentro de mí con un eco que erizaba los cabellos y un calambrazo me recorrió la columna, provocando un aspaviento que hizo despertar de nuevo al viejo. Aparté mis ojos de la mirada de reproche y volví otra vez a embelesarme para unirme a su ceguera.
 Una zarpa de luz arrancaba con ternura a las palabras sus ropas cotidianas para mostrarlas desnudas, con una belleza salvaje y virginal. Lejos de callarse, ellas se reían y cómplices jugaban al disfraz, para engalanarse unas a otras prestándose la piel. Aquella danza de cuerpos aleteaba en mi cabeza como una bandada de estorninos, cambiando de forma, pero siendo un solo ser en el columpio de la voz. Mi cuerpo se unió a su balanceo tratando de llegar a lo más alto, cuando la última palabra planeó en el aire antes de caer por los aplausos
 El dueño de la voz cerró su libro con ternura para elevarlo hacia el cielo. -Allah, el Clemente, El Misericordioso, no quiso mostrarnos el rostro, pero permite que atraviese su velo la música que emana de su lengua, porque Él, el Inabarcable, el que se oculta en lo más profundo de nuestro corazón, permitió que la palabra pudiera dormir en una cárcel de papel. Yo os pregunto entonces: ¿cómo debemos leer? Meditad bien vuestra respuesta, pues sólo podréis intentarlo una vez cada uno y este libro que aplaudís será vuestro premio-.

 Debía conseguirlo: si aquel poder estaba allí atrapado, podría llevármelo conmigo a todas partes. Varios hablaron en vano. Yo pensaba y pensaba, pero todo me parecía necio o grosero. Me tapé la cara con las manos sintiéndome un zoquete. En mi pulso aleteaba un eco que ya se perdía, mordí ese anzuelo con todas mis fuerzas, sentí el tirón y volví a salir al otro lado del mundo. Allí se abrió un párpado de piedra para devorarme con su luz y entregarme una respuesta.

-Como si se abriera una geoda- Lo dije en alto, casi gritando, con los ojos cerrados. Se oyeron risas. Al abrirlos tropecé con una mirada de halcón, pero el flaco callaba y sus labios sonreían. -Este libro es para ti chico, aquí tenemos a un minero poeta que escribe versos de roca-. Me levanté mudo de vergüenza, lo atrapé y salí corriendo para perderme en el bullicio, escondiendo mi trofeo bajo el pantalón al calor de mis entrañas. 
 Nada le dije a mi hermano ni a Khalid. Tampoco me habrían escuchado, estaban contando el dinero y lo repartían en dos mitades, ya que mi parte le compensaba por cedernos su terreno, mientras yo acariciaba bajo la ropa mi auténtico salario. Al acabar se miraron satisfechos. Cuando Ahmed quiso cogerme por los hombros, me sacudí sus manos por primera vez. Sabía de una cantidad de dinero que querían conseguir, pero nunca me dijeron para qué. Ahora sí, se iban al país de los extraños. Subirían en moto por la carretera hasta el norte buscando el mar, para comprar un hueco en un pequeño barco que les llevaría a la otra orilla. Luego, encontrar a un compañero de la mina que sabía donde buscar trabajo, pasados unos años conseguir unos papeles para poder ser como ellos, y Ahmed vendría a buscarme y a llevarme con él. Solo unos años, tres o cuatro como mucho. No debía preocuparme, Baba cuidaría de mí mientras tanto.

Ya no odio a los extraños. Me conformo con cobrarles una entrada falsa por abrir el portón que da acceso a la ciudad fantasma. Vienen con sus ropas de militar, pero limpias y nuevas, gritan para escuchar el eco, se hacen fotos y se van. Imagino que las sacan para luego poder recordar donde han estado, porque miran poco y no ven nada. Al principio aparecían de tarde en tarde, pero ya llegan por grupos casi todos los días, con guías que les cuentan mil patrañas y que meten adrede los todo terreno en la única curva con arena del camino, haciéndoles bajar con palas y planchas a empujarlos, lo que parece gustarles bastante porque aún se hacen más fotos. Poco a poco, mi rencor fue dando paso al desdén y éste se ha dormido en la rutina, pero hubo un tiempo en que habría dinamitado con gusto su país de anuncio de televisión. 
Imploré, lloré, amenacé, casi convencí a Khalid, pero mi hermano me llevó de nuevo a Aouli, aunque esta vez no fui abrazado y no me quise despedir. Por primera vez subí al minarete, para ver esfumarse su espalda tras el zumbido de mosca del tubo de escape.
 Baba también tenía una nube en los ojos. No hubo tajine de cordero con ciruelas. Desde que llegué y estrechó mi nuevo cuerpo de hombre, vi enturbiarse su mirada día a día hasta convertirse en una niebla que fue enmoheciendo nuestra nueva casa, la que antes era del Señor Ingeniero. La ciudad había sido abandonada tras el cierre de las minas. La Compañía necesitaba un vigilante para evitar que los chatarreros rapiñaran aquellos monstruos que en su día me asombraban, y mi querido payaso se había ganado el puesto, más por compasión que por méritos propios.  

Pero el payaso ya no reía. Se sentaba embobado todo el tiempo en la azotea hablando solo. No servía como guardián y menos frente a este tipo de ladrones. Primero le hurtaron la alegría, luego la palabra y al final el pensamiento, y aquel que debía de cuidarme se fue haciendo como un niño huérfano de si. Cuando una noche lo encontré mirando al vacío desde el borde, lo cogí de la mano para no separarme de él hasta montarlo en el camión que venía, una vez al mes, para traer las provisiones y la paga. Baba tenía una hermana en Casablanca. El conductor me prometió encontrarla y hablar con el gerente para que me quedara en su puesto. Yo no podía dejar la ciudad, debía quedarme allí hasta la vuelta de Ahmed, como me había hecho jurarle antes de marcharse.

He sido fiel y aquí sigo esperando. Los primeros cuatro años pasaron como nubes, luego comencé a otear toda aquella que llegaba por el puente y hace tiempo que prefiero verlas deshacerse en su regreso. Me digo que debe ser difícil vivir con los extraños, pero que mi hermano es fuerte y también un hombre de palabra. El próximo verano. Los que se van allí vuelven en verano. Pero a veces sueño que estoy abrazado a su espalda y, al volverse a mirarme, de sus cuencas vacías salen dos peces de plomo que muerden mis pies para ahogarme en un mundo de cristal, sobre una moto sin ruido y cubierta de algas. Entonces me despierto y ellos se ríen con lengua de simún lijando mi razón. 
 Son los que no tienen nombre, los amos de la tierra que se vuelven contra aquellos que tratan de robarles sus tesoros, con sus cuerpos huecos sedientos de vida. Tomaron la ciudad casa por casa, echando a todos los que revolvían a las puertas de su reino, pero yo me resisto a entregarles mi cabeza, la única estancia que aún no poseen, el morabito de luz al que han puesto cerco. En realidad llevo toda mi vida librando esta pelea. Todos sabían en la aldea que vienen por la noche y rondan las cunas para robar los niños al menor descuido, dejando a cambio sus cachorros disfrazados. Quizás aquellas comadres tenían razón... Lo cierto es que me llaman hijo susurrando entre las rocas, besando mi frente con escalofríos de pánico. De nada me sirve aferrarme a la mano de Fátima o a la turquesa que aún cuelgan de mi cuello. Entonces debo recurrir a mi verdadero talismán.

Hoy, como todas las noches, me siento con ella en mi regazo para acariciar su piel rugosa, abrirla una vez más con devoción y contemplar mi libro entre la luz de sus cristales. Dónde podía guardarlo mejor que en la geoda. Lo saco con cuidado, pues se ha vuelto frágil como mi esperanza. Paso sus hojas y contemplo las letras: unas veces parecen filas de hormigas, otras pájaros volando hacia el norte, otras, como hoy, rebaños de cabras que vuelven al redil. Debe ser hermoso leer, domesticar esos pequeños animales negros, escuchar su voz y beber la leche de sus ubres. 
 En la aldea no había escuela, la de aquí estaba junto al río. Aquella mañana que bajé de la mano de Ahmed, vi que su agua era veneno y que allí no podría pescar. Nada pesqué tampoco en la clase, porque nada entendía. El maestro pronunció mi nombre y dijo algo en árabe que yo debía hacer. Primero callé, para ver girarse hacia mí decenas de caras burlonas que, al oír la orden repetida más alto, se volvieron para azuzar al bigote que comenzaba a temblar. Mi hermano me había insistido en que le hablara con respeto, y yo lo hice. Fue peor.
 –Bereber… El bereber no se habla en una escuela de Marruecos. Una lengua que necesita a otra para escribirse no merece ser enseñada. A cada palabra en bereber recibirás un palmetazo. -el de ejemplo se lo llevó la mesa- Siéntate y escucha-. 
Escuché, bueno, oí durante un largo rato su voz intentando aparentar que comprendía, pero mi cuerpo renegó de aquella farsa hinchando mi vejiga hasta el dolor. Sólo podía apretar mis piernas para evitar el tibio placer que me inundó al final de culpa y taparme las orejas ante el aullido de risas y la mano del maestro al echarme de la clase.

Cuando llegué al barracón también había mojado mis mejillas. Baba me abrazó, me bañó refunfuñando por lo bajo y respondió a la pregunta que yo callaba. -Bereberes… ¡Qué sabrá ese maestrucho de nosotros! Ni siquiera nuestro nombre. 

Somos los Imaziguen, los hombres libres y nadie ha sido capaz de doblegarnos nunca. Que se quede con sus letras de gusano, yo te voy a enseñar a ti como a mí me enseñaron, con una lengua de carne que muerde las palabras-. Nunca supe como hizo para responder a todas mis preguntas. 
–La vida, chiquillo, la vida es la mejor escuela. Preguntar, escuchar y pensar- me decía, señalando una tras otra su boca, su oreja y su calva. Pero aquel filón inagotable se ha cerrado y yo estoy ahora solo en mi propia galería, con la forzosa soledad de alguien que nació distinto en un pueblo sin patria que envidia a los extraños.

Por eso, tras cerrar el libro, escribo en el aire el mismo poema que recita mi esperanza, ajeno a la caricia vil de los sin nombre. No me engaño, sé que es un niño curioso que crece y que cambia, pero a la vez permanece como un paisaje amasado por el tiempo. Durante el día duerme en mi memoria con un sueño inquieto, del que despierta a veces con hambre para mamar mis sensaciones. Al anochecer lo llamo y se levanta raudo, él es mi arma y mi conjuro. Le doy a luz entre mis labios y se pone a gatear por el silencio hasta ponerse en pie con el vigor de los guerreros. Ya puedo por fin cerrar mis ojos velado por él. 
La ciudad se ilumina tenue con la luz del otro lado y yo floto en ella por encima de mi voz, me baño en las olas de palabras, siento dos manos en las mías y el párpado se abre para llenarse de pestañas: mi madre joven, mi hermano pastor, Baba sonriendo, el poeta rico, Khalid casado con una extraña, la Kahina en su trono, las comadres y sus hijos, el maestro y sus alumnos cerrando un círculo sin sombras. Es mi danza del Ahidous, ante la que los sin nombre reniegan de mí para retroceder chillando hacia el hedor de sus guaridas.

Es un débil escudo de palabras, una muralla de arena que lucha contra el viento y que, más pronto o más tarde, será polvo de alma que nadie recuerde. Puede que pronto llegue mi hermano, o que no y yo entierre mi cofre y me marche hacia el mar, o que suba a la azotea para dejarme caer en el pozo que no tiene fondo. Pero esta noche cierro mi libro y vuelvo a recitarle a la ciudad unos besos de hombre que no ha conocido mujer. Ella se recuesta sobre el valle, sinuosa y complaciente, para entregarme su velo y que mi lengua la fecunde y la rescate de las garras del olvido, y yo me quedo acurrucado en su vientre esperando a nuestro perro, el sol que me lame con aullidos de fuego. 
       Como decía Baba, mañana será otro día.
                                         Januman  
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Un viaje reciente a Marruecos rescata del desván de los textos perdidos este relato que os ofrezco poco a poco. Iré completándolo en esta misma entrada cada dos o tres días a más tardar. Permitidme el juego de las entregas, participad con comentarios realizando vuestra apuesta, el premio será sentiros un poquito como aquell@s lector@s de folletines que esperaban cada entrega de El conde de Montecristo, Los Miserables, Madame Bovary...  No pretendo ponerme a su altura, en el fondo es más una cuestión técnica: la dificultad de leer mucho tiempo en una pantalla...

Banda sonora: un habitual de la casa (va por Lady...): El cielo está dentro de mí