Cuando las plañideras
tomaron la casa, me senté aterido junto al fuego a la espera de mi
hermano, buscando en el rescoldo la falda de la reina ausente. Ahmed había
cambiado el cayado por el pico, y el pezón de las colinas por el
vientre oscuro de las minas de plomo, buscando la semilla del dinero.
No rompí a llorar hasta sentir sus manos callosas levantarme en
vilo y al aferrarme luego a aquel torso de roca que venía de nuevo
en mi rescate para llevarme con él. Partimos hacia Aouli.
Era la primera vez que
perdía de vista nuestra aldea, pero el dolor fue más fuerte que la
curiosidad y sólo recuerdo del viaje su espalda en la mejilla y el
ruido de su moto escupiendo el humo de mi adiós a la inocencia.
Llegamos de noche a una casa llena del rumor de unos cuerpos dormidos
y hermanados en sudor. Cuando desperté estaba solo en medio de una
alfombra de colchones. Llamé a Ahmed, y apareció un gordo patizambo
con cara de luna para embobarme con su lengua en un columpio de
palabras que iban y venían, desde la explicación de la ausencia de
mi hermano y los trabajos de la mina, a una estampida de preguntas
sobre mí o todo lo que yo debería saber de la ciudad. Al poco dejé
de intentar comprender para abandonarme al mimo de su voz, mientras
Baba bailoteaba en la cocina de un barracón aferrado a la ladera, y
yo miraba los otros tejados de chapa que bajaban en terrazas hasta
las casas grandes, junto a unos extraños monstruos llenos de cables
y palas que parecían zarpas para arañar la roca. Cuando puso en mis
manos un plato de aceitunas y queso, me senté sin pensarlo en sus
rodillas. No era una reina, pero su sonrisa y su calor me olían a
trono.

Los demás trabajaban a
destajo y llegaban rotos por la tarde. Entonces Baba hacía para
ellos de atenta esposa, pero con la complicidad ruda de los hombres,
recibiéndoles con fuertes palmadas en la espalda, haciéndoles
bromas y diciendo groserías que aprendí a disimular que no
entendía. Los mineros comían agotados en silencio. Así, con el rostro
empolvado, parecían difuntos devorando las ofrendas de ese orondo
derviche. Mientras, él trataba de espantarles el agobio con el
jolgorio de su voz y el cuscús y el tajine más sabrosos que jamás
había probado. Después salíamos afuera para ver al crepúsculo
teñir el cielo del color de las colinas. Ellos fumaban kif hablando
poco a poco, primero de las cosas de la mina, para luego, ya de
noche, acabar contando siempre la misma leyenda.
Fue entonces cuando
comencé a oír hablar de los extraños y de sus tierras al otro lado
del mar, donde el agua brota en cada casa y hay tanta comida que
hasta los perros tienen plato propio. Allí ganas en un día lo que
aquí en un año y puedes ir de un lado para otro con tu coche sin
pedir permiso a nadie, o sentarte tranquilo en tu casa por la
tarde a ver la tele, tras comprarte antes
lo que en ella ves. Me encantaba escuchar aquella mágica
historia cuyo fin siempre era el mismo: una bandada de ojos perdidos
volando hacia el norte y Baba mandándome a la cama.
Ahora yo también miro la estrella Polar mientras vuelvo hacia la casa, después de que un último
ladrido de luz roja haya apagado este cielo sin pájaros, y cuando
alimañas hambrientas aúllan a la luna por un pastor sin rebaño que
vigila rediles vacíos.
Nunca llegué a trabajar en la mina. Ahmed
dijo que no me dejaría hasta los quince, así que me convertí en el
ayudante de Baba y tuve tiempo de beberme la voz de aquel odre
repleto. Por la mañana me ocupaba de limpiar mientras él bajaba a
comprar al economato de la mina, luego me enseñaba los hechizos del
fogón aderezados con historias de su vida y respondía a mis
preguntas con otras historias, que yo después rumiaba mientras iba a
la fuente a por agua, para volver cargado con ella y con más
dudas con las que ayudar a mi sabio panzudo a poner la mesa. Hasta
aquella tarde en que los hombres no llegaban y me ordenó quedarme en
casa, saliendo con el ceño fruncido hacia la mina. Ya de noche
volvieron todos. Ellos hablando muy excitados, Baba callando por
primera vez. Tiempo después supe que aquel Mercedes negro que llegó
por la mañana había atropellado a doscientos mineros, los más
viejos, porque el plomo valía menos en un lejano bazar llamado
Bolsa.

Poco a poco empezó a
sobrar espacio en nuestra casa y cada día llegaban menos camiones
para recoger el mineral. Cuando Ahmed me cogió por los hombros, ya
sabía que nos íbamos también. Hicimos en silencio un hatillo
grande con las cosas, me despedí de Baba tragándome las lágrimas,
porque ya era un hombre y por fin iba a trabajar en una mina. Él me
lo decía con una sonrisa negada por sus ojos, que siempre habría
algún hueco para un buen cocinero, que adónde iba a ir él con esa
pierna y otras pamplinas que ya no recuerdo, aunque sí la promesa de
prepararme su tajine de cordero con ciruelas cuando viniera a
visitarle.
Ahora por la noche ya ni cocino. Lo más duro es comer
solo. Las sobras del día, un poco de queso reseco endulzado con
miel… Algo ligero antes de que lleguen los sin nombre con hambre de
memoria. En cambio no sentí dejar
Aouli, aquella ciudad adonde los hombres acudían como abejas al olor
dulce del dinero, para dejarse la vida en sus panales de piedra,
mientras otros se llevaban la miel, dándoles a cambio la zurrapa. Sin
embargo, cuando Ahmed paró la moto en una tierra desollada con
pústulas de plástico, no encontré nada mejor. Khalid, uno de los
primeros en dejar el barracón, nos esperaba en una de ellas, apenas un tenderete que hacía de casa.


Después
de mostrarnos con orgullo su porción de pedregal, nos ofreció un té
con aroma de esperanza. Hablaba de una piedra valiosa para los extraños con un nombre enrevesado: vanadinita. Sacó una
caja de madera para mostrarnos su cosecha y puso en mi mano un trozo
de roca herida cubierto de sangre coagulada. La esperanza era belleza
nacida del dolor.

Buscamos esa sangre con
ahínco de sol a sol, entre otros motivos, porque nada había que
hacer durante el día salvo cocerse bajo el toldo con el sudor calizo
de una costra yerma. Aprendimos a roer como gusanos la piel de aquel
cadáver de piedra con pico y barrena, mazo y cincel, muchas veces
con las manos, a leer en sus cambios de color y de dureza la barita
que lo gangrenaba, a horadar pozos y zanjas siguiendo ese filón en
pos del quiste donde el parto de la tierra había fraguado
cuajarones, burbujas de ese fuego que, según Baba, borbotea y ruge
en su vientre. También le dijo el Ingeniero que hace mucho tiempo
aquí había un mar, del cual solo quedaban aquellos curiosos caracoles de piedra que encontrabámos a veces.
Cuando el sol caía y las estrellas parecían cristales de cuarzo incrustados en carbón, un tibio recuerdo de aldea, danza y madre me pellizcaba el pecho, pero en la cabeza bostezaba aquel niño volviéndose fósil en cuna de piedra, mientras mi piel suspiraba con sed de mar. Ese mar que nunca he visto, el que nos separa
del lugar de donde vienen los extraños, el que me llama en mis
sueños con su tumba de agua, del que me escabullo cada noche
chapoteando en la nostalgia.
También encontrábamos huevos de piedra. Recuerdo con certeza la primera vez. Khalid lo llamó geoda. Con paciencia la fuimos
separando de la ganga para llevarla al campamento. Por fuera parecía otra piedra más de tantas, pero él la observó
durante un rato hasta descubrir su cerradura, apoyó el cincel en un
punto que, para mí, en nada era diferente del resto de aquella
corteza sin valor y, al golpearlo con el mazo, se partió en dos como
una granada para entregarnos la joya de sus granos. Pasé el resto
del día volviendo a unir ese fruto en el encaje perfecto que lo
hacía de nuevo vulgar, para abrirlo una y otra vez entre mis manos
jugoso de reflejos. Miré sus cristales bajo el sol, bajo la lámpara
de gas y, tal debía de ser mi devoción, que Khalid me la entregó
diciéndome al oído: -Guárdala para ti, será tu cofre del tesoro-.

Como los piratas amigos de la bella Kahina,
saqueamos toda riqueza que se puso a nuestro alcance y así, cuando
llegó la segunda primavera, en torno nuestro había montones de
escombros y en las alforjas un botín de sangre para llevar a Midelt.
Era el momento adecuado, cuando los extraños volvían y las tiendas
bostezaban hambrientas de nueva mies. Midelt era más grande que
Aouli, pero apenas diferente. Recuerdo una calle llena de grandes
letreros a los dos lados de la carretera. Khalid y mi hermano
empezaron a peregrinar bajo cada uno de ellos para mostrar la
mercancía y buscar el mejor precio. A mí me dieron dinero para
comprarme un bollo dulce, que me fui a comer goloso paseando por el
zoco. Era día de feria, había bajado la gente de las aldeas
cercanas, y tratantes, acróbatas, trileros y vendedores de todo
formaban un ruidoso coro de ranas llamando a las moscas. Buscando una
sombra le vi.
Lo recuerdo ahora como un
estambre cargado de polen en medio de una flor marchita, pero la
verdad es que pensé en otro charlatán con el que distraerme un rato
bajo el único árbol de la plaza. Me senté para escucharle junto a
un viejo ciego, que me recordaba en su vaivén a la serpiente que
acababa de observar siguiendo dócil a una flauta. Justo cuando me
puse a escuchar, el parloteo terminó y descubrí con asombro que los
aplausos abrían los ojos del anciano. Allí no había dos nubes,
sino dos charcos de luz entre párpados resecos que enjugó con
disimulo. El milagro no era tal, o quizás sí, el poder de una
lengua que sometía a la mirada llevándola a abrevar muy dentro de
uno mismo. Tenía que escuchar ese extraño sortilegio, pero aquel
vate canijo agradeció parsimonioso los aplausos, bebió agua y trató
de vendernos unos libros sin magia alguna. Entonces, resignado, tomó
uno, buscó dentro de él y empezó a leer unos versos, mis primeros
versos.
Fue como al revés de
despertar de un sueño. Primero recordé las canciones de mi madre,
pero aquellas palabras tenían música propia y no necesitaban ser
cantadas: ellas cantaban dentro de mí con un eco que erizaba los
cabellos y un calambrazo me recorrió la columna, provocando un
aspaviento que hizo despertar de nuevo al viejo. Aparté mis ojos de
la mirada de reproche y volví otra vez a embelesarme para unirme a
su ceguera.
Una zarpa de luz arrancaba con ternura a las palabras sus
ropas cotidianas para mostrarlas desnudas, con una belleza salvaje y
virginal. Lejos de callarse, ellas se reían y cómplices jugaban al
disfraz, para engalanarse unas a otras prestándose la piel. Aquella
danza de cuerpos aleteaba en mi cabeza como una bandada de
estorninos,
cambiando de forma, pero siendo un solo ser en el columpio de la voz.
Mi cuerpo se unió a su balanceo tratando de llegar a lo más alto, cuando la última palabra planeó en el aire antes de caer por los
aplausos.
El dueño de la voz cerró su libro con
ternura para elevarlo hacia el cielo. -Allah, el Clemente, El
Misericordioso, no quiso mostrarnos el rostro, pero permite que
atraviese su velo la música que emana de su lengua, porque Él,
el Inabarcable, el que se oculta en lo más profundo de nuestro corazón,
permitió que la palabra pudiera dormir en una cárcel de papel. Yo
os pregunto entonces: ¿cómo debemos leer? Meditad bien vuestra
respuesta, pues sólo podréis intentarlo una vez cada uno y este
libro que aplaudís será vuestro premio-.
Debía conseguirlo: si aquel poder estaba
allí atrapado, podría llevármelo conmigo a todas partes. Varios
hablaron en vano. Yo pensaba y pensaba, pero todo me parecía necio o
grosero. Me tapé la cara con las manos sintiéndome un zoquete. En
mi pulso aleteaba un eco que ya se perdía, mordí ese anzuelo con
todas mis fuerzas, sentí el tirón y volví a salir al otro lado del
mundo. Allí se abrió un párpado de piedra para devorarme con su
luz y entregarme una respuesta.
-Como si se abriera una geoda- Lo dije en
alto, casi gritando, con los ojos cerrados. Se oyeron risas. Al
abrirlos tropecé con una mirada de halcón, pero el flaco callaba y
sus labios sonreían. -Este libro es para ti chico, aquí tenemos a
un minero poeta que escribe versos de roca-. Me levanté mudo de
vergüenza, lo atrapé y salí corriendo para perderme en el
bullicio, escondiendo mi trofeo bajo el pantalón al calor de mis
entrañas.
Nada le dije a mi hermano
ni a Khalid. Tampoco me habrían escuchado, estaban contando el
dinero y lo repartían en dos mitades, ya que mi parte le compensaba
por cedernos su terreno, mientras yo acariciaba bajo la ropa mi
auténtico salario. Al acabar se miraron satisfechos. Cuando Ahmed
quiso cogerme por los hombros, me sacudí sus manos por primera vez.
Sabía de una cantidad de dinero que querían conseguir, pero nunca me dijeron para qué. Ahora sí, se iban al país de los extraños. Subirían en moto por la
carretera hasta el norte buscando el mar, para comprar un hueco en un
pequeño barco que les llevaría a la otra orilla. Luego, encontrar a
un compañero de la mina que sabía donde buscar trabajo, pasados
unos años conseguir unos papeles para poder ser como ellos, y Ahmed
vendría a buscarme y a llevarme con él. Solo unos años, tres o
cuatro como mucho. No debía preocuparme, Baba cuidaría de mí mientras tanto.
Ya no odio
a los extraños. Me conformo con cobrarles una entrada falsa por
abrir el portón que da acceso a la ciudad fantasma. Vienen con sus
ropas de militar, pero limpias y nuevas, gritan para escuchar el eco,
se hacen fotos y se van. Imagino que las sacan para luego poder
recordar donde han estado, porque miran poco y no ven nada. Al
principio aparecían de tarde en tarde, pero ya llegan por grupos
casi todos los días, con guías que les cuentan mil patrañas y que
meten adrede los todo terreno en la única curva con arena del
camino, haciéndoles bajar con palas y planchas a empujarlos, lo que
parece gustarles bastante porque aún se hacen más fotos. Poco a
poco, mi rencor fue dando paso al desdén y éste se ha dormido en la
rutina, pero hubo un tiempo en que habría dinamitado con gusto su
país de anuncio de televisión.
Imploré, lloré, amenacé, casi convencí a
Khalid, pero mi hermano me llevó de nuevo a Aouli, aunque esta vez
no fui abrazado y no me quise despedir. Por primera vez subí al
minarete, para ver esfumarse su espalda tras el zumbido de mosca del
tubo de escape.
Baba también tenía una nube en los ojos. No hubo
tajine de cordero con ciruelas. Desde que llegué y estrechó mi
nuevo cuerpo de hombre, vi enturbiarse su mirada día a día hasta convertirse en una niebla que fue enmoheciendo nuestra nueva casa, la
que antes era del Señor Ingeniero. La ciudad había sido
abandonada tras el cierre de las minas. La Compañía necesitaba un
vigilante para evitar que los chatarreros rapiñaran aquellos
monstruos que en su día me asombraban, y mi querido payaso se había
ganado el puesto, más por compasión que por méritos propios.
Pero el payaso ya no reía. Se sentaba
embobado todo el tiempo en la azotea hablando solo. No servía como
guardián y menos frente a este tipo de ladrones. Primero le hurtaron
la alegría, luego la palabra y al final el pensamiento, y aquel que
debía de cuidarme se fue haciendo como un niño huérfano de si.
Cuando una noche lo encontré mirando al vacío desde el borde, lo
cogí de la mano para no separarme de él hasta montarlo en el camión
que venía, una vez al mes, para traer las provisiones y la paga.
Baba tenía una hermana en Casablanca. El conductor me prometió
encontrarla y hablar con el gerente para que me quedara en su puesto. Yo no podía dejar la ciudad, debía quedarme allí hasta la
vuelta de Ahmed, como me había hecho jurarle antes de marcharse.
He sido fiel y aquí sigo esperando. Los
primeros cuatro años pasaron como nubes, luego comencé a otear toda
aquella que llegaba por el puente y hace tiempo que prefiero verlas
deshacerse en su regreso. Me digo que debe ser difícil vivir con los
extraños, pero que mi hermano es fuerte y también un hombre de
palabra. El próximo verano. Los que se van allí vuelven en verano.
Pero a veces sueño que estoy abrazado a su espalda y, al volverse a
mirarme, de sus cuencas vacías salen dos peces de plomo que muerden
mis pies para ahogarme en un mundo de cristal, sobre una moto sin
ruido y cubierta de algas. Entonces me despierto y ellos se ríen con
lengua de simún lijando mi razón.
Son los que no tienen nombre, los
amos de la tierra que se vuelven contra aquellos que tratan de
robarles sus tesoros, con sus cuerpos huecos sedientos de vida.
Tomaron la ciudad casa por casa, echando a todos los que revolvían a
las puertas de su reino, pero yo me resisto a entregarles mi cabeza,
la única estancia que aún no poseen, el morabito de luz al que han
puesto cerco. En realidad llevo toda mi vida librando esta pelea.
Todos sabían en la aldea que vienen por la noche y rondan las cunas
para robar los niños al menor descuido, dejando a cambio sus
cachorros disfrazados. Quizás aquellas comadres tenían razón... Lo cierto es que me
llaman hijo susurrando entre las rocas, besando mi frente con escalofríos de pánico. De nada
me sirve aferrarme a la mano de Fátima o a la turquesa que aún
cuelgan de mi cuello. Entonces debo recurrir a mi verdadero talismán.
Hoy, como todas las noches, me siento con
ella en mi regazo para acariciar su piel rugosa, abrirla una vez más
con devoción y contemplar mi libro entre la luz de sus cristales.
Dónde podía guardarlo mejor que en la geoda. Lo saco con cuidado,
pues se ha vuelto frágil como mi esperanza. Paso sus hojas y
contemplo las letras: unas veces parecen filas de hormigas, otras
pájaros volando hacia el norte, otras, como hoy, rebaños de cabras
que vuelven al redil. Debe ser hermoso leer, domesticar esos
pequeños animales negros, escuchar su voz y beber la leche de sus
ubres.

En la aldea no había escuela, la de aquí
estaba junto al río. Aquella mañana que bajé de la mano de Ahmed,
vi que su agua era veneno y que allí no podría pescar. Nada pesqué
tampoco en la clase, porque nada entendía. El maestro pronunció mi
nombre y dijo algo en árabe que yo debía hacer. Primero callé,
para ver girarse hacia mí decenas de caras burlonas que, al oír la
orden repetida más alto, se volvieron para azuzar al bigote que
comenzaba a temblar. Mi hermano me había insistido en que le hablara
con respeto, y yo lo hice. Fue peor.
–Bereber… El bereber no se
habla en una escuela de Marruecos. Una lengua que necesita a otra
para escribirse no merece ser enseñada. A cada palabra en bereber
recibirás un palmetazo. -el de ejemplo se lo llevó la mesa-
Siéntate y escucha-.
Escuché, bueno, oí durante un largo rato su
voz intentando aparentar que comprendía, pero mi cuerpo renegó de
aquella farsa hinchando mi vejiga hasta el dolor. Sólo podía
apretar mis piernas para evitar el tibio placer que me inundó al
final de culpa y taparme las orejas ante el aullido de risas y la
mano del maestro al echarme de la clase.
Cuando llegué al barracón también había
mojado mis mejillas. Baba me abrazó, me bañó refunfuñando por lo
bajo y respondió a la pregunta que yo callaba. -Bereberes… ¡Qué
sabrá ese maestrucho de nosotros! Ni siquiera nuestro nombre.
Somos
los Imaziguen, los hombres libres y nadie ha sido capaz de
doblegarnos nunca. Que se quede con sus letras de gusano, yo te voy a
enseñar a ti como a mí me enseñaron, con una lengua de carne que
muerde las palabras-. Nunca supe como hizo para responder a todas mis
preguntas.
–La vida, chiquillo, la vida es la mejor escuela.
Preguntar, escuchar y pensar- me decía, señalando una tras otra su
boca, su oreja y su calva. Pero aquel filón inagotable se ha cerrado
y yo estoy ahora solo en mi propia galería, con la forzosa soledad de
alguien que nació distinto en un pueblo sin patria que envidia a los
extraños.
Por eso, tras cerrar el libro, escribo en el
aire el mismo poema que recita mi esperanza, ajeno a la caricia vil de los sin nombre. No me
engaño, sé que es un niño curioso que crece y que cambia, pero a
la vez permanece como un paisaje amasado por el tiempo. Durante el
día duerme en mi memoria con un sueño inquieto, del que despierta a
veces con hambre para mamar mis sensaciones. Al anochecer lo llamo y
se levanta raudo, él es mi arma y mi conjuro. Le doy a luz entre mis
labios y se pone a gatear por el silencio hasta ponerse en pie con el
vigor de los guerreros. Ya puedo por fin cerrar mis ojos velado por
él.
La ciudad se ilumina tenue con la luz del otro lado y yo floto
en ella por encima de mi voz, me baño en las olas de palabras,
siento dos manos en las mías y el párpado se abre para llenarse de
pestañas: mi madre joven, mi hermano pastor, Baba sonriendo, el
poeta rico, Khalid casado con una extraña, la Kahina en su trono,
las comadres y sus hijos, el maestro y sus alumnos cerrando un
círculo sin sombras. Es mi danza del Ahidous, ante la que los sin
nombre reniegan de mí para retroceder chillando hacia el hedor de
sus guaridas.
Es un débil escudo de palabras, una muralla
de arena que lucha contra el viento y que, más pronto o más tarde,
será polvo de alma que nadie recuerde. Puede que pronto llegue mi
hermano, o que no y yo entierre mi cofre y me marche hacia el mar, o
que suba a la azotea para dejarme caer en el pozo que no tiene fondo.
Pero esta noche cierro mi libro y vuelvo a recitarle a la ciudad unos
besos de hombre que no ha conocido mujer. Ella se recuesta sobre el
valle, sinuosa y complaciente, para entregarme su velo y que mi
lengua la fecunde y la rescate de las garras del olvido, y yo me
quedo acurrucado en su vientre esperando a nuestro perro, el sol que me lame con aullidos de fuego.
Como decía Baba, mañana será otro día.
Januman
Copyleft