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domingo, 6 de septiembre de 2009

AMOR DE NUBE


Cuando decidió vivir en el desierto, sabía a lo que se arriesgaba. Llegó hasta allí por amor al agua, qué mejor lugar para adorarla que la seca soledad de su ausencia.
Ni siquiera construyó una casa, fue directo al único rastro que encontró de ella: una cueva, profunda, con olor a tierra mojada y el suelo de arcilla. Excavó en sus entrañas un pozo, quitando el barro acumulado con sus propias manos. Cuando afloró por fin el agua, dejó que el fondo se asentara, esperó paciente hasta ver su rostro reflejado en ella y bebió unos sorbos como si fueran besos. A partir de aquel día comenzó a aceptar el desierto, aprendió de las piedras, de la arena y de los cactus la eximia belleza del silencio en que se exprimen las últimas gotas de la vida. Comprendió su soledad y la aceptó.

Cometía un grave error: se había olvidado de las nubes. Una mañana, una nube azul apareció en la aurora, detrás de las montañas. La vio crecer al acercarse, variar de forma acariciada por el viento hasta pasar frente a sus ojos. Soñó con que lloviera, pero la nube pertenecía a otras tierras que reclamaban su humedad, y se alejó, volviéndose nostalgia y humo.

El tiempo cambió, y la nube se hizo costumbre mañana a mañana. Él se consagró a contemplarla, comenzó a madrugar para no perdérsela, a estrenar los ojos cada día para ella. Sentado en una duna, aprendía sus formas, el matiz de sus colores, su danza con el viento, su sombra navegando por la arena. Cuando ya se hacía a la idea de que su anhelo no era más que una quimera, le cayó en el hombro una gota de lluvia, pequeña pero perfecta, un lunar de cristal brillando para él. Comprendió que quizás fuera posible que lloviera en el desierto. No hubo más gotas, pero leyó en esa lágrima de nube una promesa y aceptó esperar todo el tiempo que exigiese un deseo como aquel.

La siguió viendo pasar, comenzó a aparecer algunas tardes haciéndose más densa, y una noche sin luna se puso a tirarle besos. Eran gotas grandes, de esas que resbalan por el cuerpo. Cerró los ojos y bebió las pocas que cayeron en sus labios. Nada más, la nube debía seguir su camino. Desde entonces, el agua de pozo empezó a dejarle un regusto salobre. La sed ya era otra, deseaba empaparse, mirar al cielo y abrir la boca para saciarse de lluvia, pero el tiempo cambió de nuevo, ahora la nube sólo pasaba de cuando en cuando. Eso sí, cada vez que lo hacía, llovía más, pero nunca hasta el punto de bañarle, ni siquiera lo suficiente para dejarle un charco, porque la soledad de su desierto la absorbía al instante, y el viento siempre aparecía para llevársela, devolverla a su camino e impedir aquel amago de diluvio.

Los días sin nube comenzaron a volverse interminables. El desierto, quizás celoso, se volvió aún mas seco. Él resistía refugiándose en su pozo, convirtiendo aquella humedad en recuerdos de la nube, pero cada vez encontraba menos agua. Tuvo que seguir excavando en sus entrañas para poder beber, para poder seguir esperándola. La sed le abrasaba. Las escasas ocasiones que la nube le otorgaba algún breve chubasco, se desnudaba por completo para volverse una raíz, absorber cada molécula y florecer de nuevo, pero cada vez tenía más sed y la humedad duraba menos.

Aquella noche subió a la duna. Había luna llena y el cielo se fundía con el desierto. Aquel silencio susurró el temor: ¿cuánto agua quedaría en el pozo, qué pasaría cuando encontrase una roca, cuánto duraría la humedad de sus recuerdos, cuánto se puede vivir sin agua?

No obtuvo respuestas. El silencio agazapado del desierto. Una noche sin nubes. Hasta las estrellas se mantenían al margen, eclipsadas por la luna. Se miró en ella como en un espejo y se reconoció en uno de sus cráteres: un pozo de sombra en medio de la luz. Se durmió en esa claridad y despertó con la certeza de que solo podría seguir esperando, que tenía que aprender que la sombra es la luz oscura, la espalda de la luz.

Su fe duró muy poco. Pasaban días sin que la nube surcara el cielo, y cuando lo hacía, apenas daba tiempo a rozarse con los ojos. El viento había arreciado, la raptaba hacia los valles, y ella no mostraba signos de posibles lluvias. Comenzó a desesperarse. Su único afán era pasar el día oteando el horizonte, pero el sol lo resecaba sin piedad como una pasa, por lo que al rato debía refugiarse en su caverna y beberse unos recuerdos cada vez más fangosos.

Una mañana, cuando el sol todavía era el ojo tibio de la aurora, se sintió sereno y dibujó una silueta de nube en la arena. Cerca y lejos a la vez, su mano excavó un pozo para situarse a sí mismo en aquel mapa fugaz. Se sintió por encima del deseo, un ángel curioseando en la pasión del hombre, y escribió versos en la arena, versos plenos de belleza, de pura y trágica belleza. Supo cuando y como habrían de leerse, y lo que ello suponía para él. Lo aceptó, asumió que más alla del afán de poseer, existe algo digno de llamarse amor, un sentimiento que transciende la materia aunque se nutra de ella, el éxtasis de darse sin esperar a cambio nada.

Como siempre, la lucidez dio paso a la razón, y ésta vomitó sus dudas. Instinto de supervivencia, lo fácil al alcance de la mano, su carne rebelada ante su alma; la misma que ardía de deseo por la lluvia, se negaba a sucumbir ante la sed. Recordó las caravanas, pasaban apenas a unos días de allí con odres repletos de agua, compartiendo las duras travesías y los descansos en oasis frescos. Siempre habría un hueco en una de ellas para él, para un zahorí, el que encuentra agua en el desierto. Se escindió en dos: deseo y realidad, anhelo y sentido común.

Volvió a subir a la duna a la siguiente luna llena. No necesitaba formular preguntas, las respuestas eran su consulta, pero esa noche la luna calló y él tampoco consiguió dormirse. Retornó a la cueva cabizbajo y se puso a calcular cuánto tiempo le quedaba para optar. Decantó su soledad para preguntarse qué límites tiene el amor y quién los traza.

Día a día fue descontado presentes sin lluvia. El tiempo se espesaba en torno a él, como su sangre a medida que el pozo comenzó a secarse. Una mañana la nube le concedió un poco de sombra, se hizo la remolona con el viento, resistiéndose a su empuje. Bailó para él, girando con su voz sutil. Tenerla así, casi al alcance, en la rotunda plenitud de su belleza esquiva, fue la más dulce y cruel de las torturas. En otro tiempo habría bastado para mantenerse en la esperanza. Ahora era sal para su sed. Cerró los ojos de puro dolor. Cuando los abrió la nube se alejaba en una distancia que apaciguó el deseo, pero confirmó el agotamiento. Apenas le quedaban fuerzas, apenas recordaba el sabor de la lluvia.

Se le habían secado las entrañas, se estaba volviendo arena. Supo llegado el momento. Aquella noche no salió de su caverna. Durmió por fin profundamente en el lecho de barro, con la mente en blanco y el corazón vacío. Al despertar, el sol ya estaba alto, tenía una cita con él. Se vistió de fango, se embadurnó la piel con cada uno de los recuerdos, anhelos y esperanzas que a duras penas mantenían algo de humedad, y salió vestido de novio para unos esponsales. Se recostó en la duna, sereno, acatando el destino que un día escribió en ella. El sol le fue ungiendo de calor, cerró los ojos mientras su traje se volvía escamas de arcilla. Con el último resto de humedad miró hacia el horizonte. La nube hizo acto de presencia, acudía a la cita, quizás un poco tarde. No le guardaba rencor, nunca hubo compromiso, fue él quien quiso amarla y él se organizó esa boda.

La contempló mientras aumentaba de tamaño al acercarse, hoy acudía vestida de blanco, refulgente ante el altar del desierto, con una diadema de flores azules en su cresta. La miró con el amor sereno de aquel que ha renunciado a poseer, de alguien que a falta de lluvia decide ser vapor, hacerse nube para ella. Sonrió con sus labios agrietados y le entregó el beso más intenso que pueda darse: el hálito final de un moribundo.

Hasta el viento, ganada su batalla, quiso oficiar en aquella ceremonia. Un pequeño remolino fue acercándose a la duna, incrementado su giro y su potencia hasta llegar a la mortaja de barro seco en que él se había convertido, para invitarle a bailar con la novia. Polvo y vapor danzaron espirales, ascendieron poco a poco y por fin se hicieron nube, una pequeña y rojiza polvareda flotando por fin junto a la amada, para levantar su velo y entregarle el alma. Quedó una sola nube, una nube teñida de violeta, acuarela desleída del rojo y del azul, que se esfumó lentamente hacia el ocaso.

Debe ser una leyenda. El hombre que me la contó era un reportero que la había escuchado de otro hombre, un guía de caravanas al que pudo entrevistar antes de que dejase de haber caravanas. Yo le he dado forma escrita, quiero creer que una historia tan hermosa puede haber tenido algo de cierto, aunque el final me deje algunas dudas.

El guía se la contó después de haberle preguntado por qué todas las noches se separaba del grupo para sentarse a mirar a la luna ensimismado, como si hablara con ella. Luego le sacó una foto que aún conservo. En ella puede verse una tez color de barro, una nube azul tatuada en el brazo y dos ojos color de pozo.

JANUMAN

Hope there´s someone. Antony and The Jhonsons

8 comentarios:

  1. Ohhhh!!! Llegó el final de "Amor de nube"
    Un final triste, romántico e inesperado.
    Nos volverá a sorprender Januman????
    Me quedo con esta frase:
    "Bebió unos sorbos como si fueran besos"
    Y con esta:
    "Leyó en esa lágrima de nube una promesa"
    Y tantas otras... pero no me quiero extender más.
    Me gustó el mojito. Hasta la próxima.

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  2. Januman, ¡¡¡ha sido precioso!!! Doloroso pero tan tan bello....no tengo tiempo apenas para escribir más palabras, mañana me marcho durante unos dias y no podré visitar de este Amor de nube como es debido, pero en cuanto regrese me empaparé nuevamente con su agua....
    Gracias por compartirlo. Hasta mi regreso le dejo un abrazo y mucho ánimo.

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  3. Ahora hay silencio...duele. Que bonita historia...hay más,seguro.
    Lucha,espera, delicadeza,cariño,respeto y mucho, mucho deseo.
    Silencio, pero extraordinarias ganas de sentir de cerrar los ojos y tenerlo.
    Januman gracias por compartir, pero....sigue.
    Siente, vive, aunque no fácil,. Espero.
    Seguro que había y hay algo más ¿detrás de tanta sutileza y...?fuu. Un beso fuerte.
    Ahora la lágrima con esa canción y tu historia la derramo yo.

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  4. Edda: odio los finales tristes, y digo finales porque el relato tiene dos y ambos son tristes. Pero el amor tiene límites, nos guste o no, límites que nosotros mismos nosmarcamos queriendo o sin querer. ¿Sorprenderles? Eso espero.

    Noe: el dolor suele ser la fuente de la belleza más pura.Por eso a veces uno preferiría conformarse con la belleza parcial pero asequible de las pequeñas cosas cotidianas. Hay quienes no nos conformamos, aspiramos a la plenitud y asi nos va.

    Luís: esa lágrima que derramais como si fuéseis la nube del relato me conmueve, una gota de lluvia de un lector...
    El silencio duele, que me va a contar usted, yo que habito en un silencio necesario e indeseado ante un pasado de ausencia y de distancia. Silencio que rompería al instante si el presente llamase a mi puerta cargado de futuro.

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  5. Mr. Januman. Me encantó. Qué gusto leerte un texto tan bonito. Me ha encantado la nube llegando vestida de novia, las escamas de la piel, todo, la ausencia... Paseamos bastante entre la nostalgia y la ausencia, pero de sus calles sacamos tan buenos textos y sentimientos... Un beso, caballero. Hoy toca brindar, no? De todo se sale, Januman, hasta del desierto.

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  6. Brindemos por los sentimientos, por la pasión de vivir. De los desiertos se sale tras largas travesías, apenas comienzo a caminar.

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  7. Delicioso y bello texto que me ha producido opresión en el corazón.
    La música elegida ha sido todo un acierto, me ha permitido imaginar una danza sutil de enamorados, sobrevolando el desierto al atardecer, conducidos por una duce brisa.
    Un abrazo

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  8. Así es, es la música perfecta. Hace tiempo que deseaba colgarla en el blog, es un tema bellísimo de Antony Hegarty, de quien pondré mas cosas los proximos días.

    Hay un vídeo de la misma canción en Youtube de un directo en el que tiene que parar porque se le saltan lás lagrimas al cantarla.

    Llevo dos días que la escucho en mi coche al volver del trabajo, cuando retorno a esta soledad que comienzo a asumir. Yo soy poco de llorar por fuera, mis lágrimas se me quedan en el fondo de los ojos a modo de charcos, en una retina herida por visiones fuera del alcance de mi mano.

    La foto de la entrada la encontré casi sin querer, créame, aparte de venirle al dedo al relato, podría ser mi autoretrato en estos días.

    Gracias por el abrazo.

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